26 abril 2011

Los vigilantes de la lengua - La Real Academia descubre sus secretos.

Algo indica que es jueves. La Real Academia Española ocupa un palacete hermoso, de líneas puras, en la calle Felipe IV de Madrid, detrás del Museo del Prado. Cuando uno sube las escaleras, abre la puerta e ingresa en el vestíbulo, siente alrededor un silencio confortable y cosido de murmullos, como de biblioteca antigua o de elegante club británico. Augustos retratos de nobles con pelucones cuelgan en las paredes, una escalera majestuosa conduce al primer piso y, a la izquierda, se alinean unos percheros con los nombres de los académicos escritos en una plaquita y ordenados según la fecha de su ingreso. Un rumor de papeles y de conversaciones entrecortadas llega desde un despacho cercano. Son las diez menos cinco de la mañana. Arturo Pérez Reverte aparece de repente, saluda al ordenanza, da un par de zancadas enérgicas y abraza con efusión a José Antonio Pascual, filólogo. Ambos cruzan unas palabras y se marchan por un pasillo lateral. Tras ellos, una puerta entreabierta permite al curioso observar el salón de plenos. Una señora de la limpieza quita el polvo a la formidable mesa ovalada que ocupa casi toda la estancia: se trata de una pieza de carpintería única, manufacturada por un académico, Juan Eugenio Hartzenbusch (1806-1880), que se daba muy buena maña con la sierra y el martillo. A don Juan Eugenio, autor de 'Los amantes de Teruel' y de otros dramas tremebundos, quizá le hubiera dado un poco de rabia comprobar cómo esta magnífica mesa ha acabado siendo su obra más perdurable y alabada.
Sí, definitivamente es jueves. Las sillas, que llevan grabadas las letras del alfabeto, se amontonan en la sala de plenos. Junto a la mesa de Hartzenbusch hay muchos libros nuevecitos y apetecibles, dispuestos en una especie de repisa: el Diccionario, la Ortografía, la Gramática..., pero también glosarios de alemán, de inglés, de francés, de italiano o de latín. Todo está preparado para que, a las siete y media de la tarde, los académicos se sienten y comiencen a debatir. No perderán un segundo en salvas. Los plenos, que se celebran todos los jueves laborables del año, duran una hora exacta. A las ocho y media suena el reloj. Y se acabó. «Es la tradición», resume el académico Salvador Gutiérrez. Ni siquiera hay un orden del día tajante, aunque la costumbre ha moldeado un protocolo aproximado: primero se leen las actas del día anterior, luego se informa de las noticias que se hayan producido durante la semana y más tarde se abordan las llamadas 'papeletas': términos que algunos miembros han leído o han escuchado y que no aparecen en el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE). «Por ejemplo -indica Gutiérrez-, el vocablo 'tableta', ahora muy utilizado para las nuevas herramientas informáticas. Un académico encuentra esa palabra y la propone para su estudio y discusión».
El camino que ese nuevo vocablo debe recorrer hasta figurar en el DRAE está lleno de meandros. Los académicos se organizan en comisiones especializadas que analizan los términos por temas y que debaten, por ejemplo, la pertinencia o no de recoger determinadas nuevas palabras o de cambiar las definiciones de otras ya incluidas. «Si alguien con formación en lenguas clásicas oye la expresión 'tableta' como traducción del 'tablet' informático, seguramente propondrá en su lugar la palabra 'tablilla', por conexión con las pizarras sumerias en las que se escribían cosas. Pensaría que no hay necesidad de introducir un vocablo extraño cuando en castellano ya existe uno con un significado muy parecido... Pero a veces las palabras llegan con la fuerza de un océano y son muy difíciles de parar», ilustra Salvador Gutiérrez. Tras el estudio detallado, el pleno decide finalmente si incluir o no la palabra analizada en el Diccionario. El periodista Luis María Anson, que ocupa la letra 'ñ' desde 1998, recuerda los dos últimos términos que ha propuesto para su estudio: 'agujero de gusano' (una expresión física que se utiliza para describir un túnel espacio/temporal) e 'inexhaurible' (inagotable, que no tiene fin).
 
Un acento turbulento
Salvador Gutiérrez ha sido el ponente de la Ortografía Panhispánica, la última y resonante publicación de la Academia. Una obra que ha generado mucho debate fuera... y dentro de la casa. «Hubo discusiones muy vivas», revela el secretario, Darío Villanueva: «Dedicamos varias sesiones a la conveniencia o no de quitar la tilde a solo». Las decisiones tienden a adoptarse por consenso, aunque haya académicos que mantengan posiciones contrarias: «No existe la figura del voto particular, pero si alguno no está de acuerdo, puede decirlo públicamente. Esto no pretende ser una balsa de aceite», aclara Villanueva.
La Ortografía se ha convertido en un éxito de ventas casi universal y volverá a triunfar este sábado, 23 de abril, en las casetas del Día del Libro. «A mí la discusión pública me encanta. Que se hable de la lengua me parece hermoso», subraya Gutiérrez. Y el filólogo granadino Gregorio Salvador, que lleva 24 años sentado en el sillón 'q', recuerda que la polémica sobre la tilde de 'solo' no fue nada en comparación con la que se montó en 1803: «Había muchos académicos que se negaron a escribir 'farmacia' en lugar de 'pharmacia' o 'coro' en vez de 'choro'. ¡Y quitarle la hache a 'Christo' les parecía poco menos que blasfemo! Aquella Ortografía salió adelante por un solo voto. Los académicos rebeldes siguieron con los viejos hábitos. ¿Qué pasó? Que a los treinta años, ya nadie escribía 'pharmacia' o 'choro'». Así que Gregorio Salvador recomienda paciencia y libertad: «Si usted no lo acepta, pues no lo acepte. Haga lo que quiera. Pero las nuevas generaciones irán aprendiendo lo nuevo... y las normas se irán imponiendo poco a poco».
La escritora Soledad Puértolas entró en la Real Academia en noviembre de 2010. En los pocos meses que lleva, ya se ha dado cuenta de la pasión con que se afrontan los debates: «Aquí se discute. Eso es lo que más me ha sorprendido. Con mucha educación y respeto, pero se discute. Me está gustando mucho más de lo que me imaginaba». La bióloga asturiana Margarita Salas ingresó en la Academia en el año 2003: «Cuando entré, me maravilló la eficacia en el trabajo. Por ejemplo, ahora, en la comisión del vocabulario científico, estamos ya revisando todos los términos para la nueva edición del Diccionario. Algunos los estamos eliminando por considerarlos demasiado especializados u obsoletos».
 
Cien dudas al día
La Academia ocupa dos edificios. Las salas solemnes y las bibliotecas se ubican en el palacio de la calle Felipe IV, que fue construido expresamente para la institución en 1894. Pero una buena parte del trabajo cotidiano se solventa en un inmueble de la calle Serrano, en el que trabajan cerca de 60 especialistas (filólogos e informáticos). En el Departamento de Español al Día se reciben unas 100 consultas diarias, sobre cuestiones de ortografía, de léxico, de gramática, de fonética... «Todas esas preguntas se responden. Y no solo con un sí o con un no, sino con un razonamiento», explica Salvador Gutiérrez, director del Departamento. Las respuestas se van ordenando y clasificando, para que posteriormente puedan servir como base a las publicaciones académicas. «Parte de la Ortografía la han hecho los hablantes con sus preguntas», apunta Gutiérrez.
La mañana avanza. La señora de la limpieza ya ha dejado la sala de plenos como los chorros del oro, con todas las sillas dispuestas alrededor de la mesa, y ha corrido los cortinones. Nadie sabe cuántos académicos aparecerán a las siete y media: cada uno es libre de acudir, en función de su voluntad, de su agenda o de sus achaques. No tienen por qué excusar su presencia. Los que lleguen se sentarán donde pillen (casi nadie busca su letra para ocupar la silla correspondiente) y dirán lo que piensan. Quién sabe si ahora mismo peligra la supervivencia de otra tilde o si acaban de decretar la defunción de un vocablo. «El idioma es un ser vivo. Cambia constantemente. Las palabras nacen, mueren y algunas triunfan...., aunque no nos agraden», concluye Salvador Gutiérrez.

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